El gesto altivo de un adolescente y la elegancia cansada de una madre, habitaciones de tablas cubiertas de telas con el televisor siempre encendido y niños desnudos riendo al sol…La mirada de estos fotógrafos nos
descubre disfunciones, rupturas inesperadas, la sorpresa de encontrar alegría y belleza donde no debería ser
posible, porque esto es El Gallinero, uno de los poblados más míseros de Europa, junto a la Cañada Real de Madrid.
En los bordes de la ciudad, sobre un terreno envenenado, a veces florecen hermosas plantas silvestres. Son matas sin dueño, especies que no se encuentran en floristerías ni invernaderos, tallos resistentes a la intemperie que soportan condiciones extremas y aportan una inquietante belleza al skyline que se recorta detrás de las últimas lomas cubiertas de escombros.
La ciudad no deja de latir en estos bordes con atardeceres deslumbrantes pero sin alumbrado público. Son terrenos en espera que dependen de los ciclos de la especulación y permiten el asentamiento durante decenios de los residuos humanos que no caben en la ciudad.
Las ciudades modernas han logrado una gran eficacia en la gestión de sus residuos urbanos para los que existen plantas de tratamiento y reciclado, con normas muy precisas en cuanto al control de toxicidad e impacto medioambiental. Sin embargo, una gran ciudad como Madrid no sabe qué hacer con sus deshechos humanos, es decir, con los miles de personas que por su situación ilegal o por sus actividades al margen del mercado, acaban formando “poblados” inmensos en los bordes de la ciudad. Estas poblaciones, sin censo, se convierten en “invisibles” y, a efectos oficiales, son prácticamente “inexistentes” puesto que su reconocimiento supondría la correspondiente responsabilidad municipal en cuanto a dotaciones y servicios públicos.
Lo único que parece preocupar a la Administración es controlar su peligrosidad y, para ello, se aplica la ingeniería social de hacer la vista gorda durante décadas y permitir la consolidación provisional de un rosario de asentamientos como Pitis, El Salobral, Puerta de Hierro, Las Barranquillas, Las Mimbreras, La Cañada Real, El Gallinero…a la vez que se practican frecuentes redadas y se televisan “eficaces” intervenciones policiales contra la droga o el robo de cobre.
Estos asentamientos en terrenos de difícil catalogación y titularidad se van cerrando según lo exige la construcción de nuevos viales o la recalificación y especulación del suelo. Los poblados acaban desapareciendo, pero sus habitantes simplemente se trasladan con sus bártulos, sus niños y sus “negocios” a otro poblado un poco más allá, dibujando un nuevo borde.
A este flujo humano que se mueve de poblado en poblado se ha unido en la última década un grupo numeroso de gitanos rumanos, una de las últimas tribus nómadas que, escapando de la miseria en Rumanía, busca un lugar en los bordes de las grandes ciudades del sur de Europa.
Han sufrido rechazos en todas partes pero son auténticos expertos en sobrevivir. En coches destartalados recorren miles de kilómetros. Pueden levantar en pocas horas, con materiales de deshecho habitáculos para guarecerse del frío y la lluvia. Son jóvenes y forman familias numerosas, con niños de todas las edades. Cada invierno arden varias chabolas recalentadas por artilugios reciclados y, a las primeras lluvias el Gallinero se inunda, pero ellos resisten, crían a su numerosa prole y muestran una desbordante alegría ante cualquier esperanza inesperada.
La conjunción entre su capacidad de sobrevivir y la tozuda solidaridad de los voluntarios que, desde hace años, acompañan y apoyan la vida en este borde inhabitable de la ciudad, produce este resultado tan paradójico: una fuerza vital a prueba de infortunios y la confianza en salir adelante.
Y este es el secreto que han sabido captar unos fotógrafos comprometidos con la fuerza y la honestidad de su mirada. El objetivo de su cámara se convierte en teoría porque su mirada no es mera recepción de anécdotas sino búsqueda y acercamiento a lo mirado.
Así la vida en los bordes deja de ser “invisible”.
Ángel Arrabal